¡Ah, Nueva York! Todo mezcla de culturas, todo glamour, todo lleno de tiendas carísimas y pubs llenos de enfermedades infecciosas...
23 de septiembre, última noche en Manhattan antes de volver a España. Salgo de la residencia con Adele - súper rubia, súper alemana, súper estricta -, Ted - suizo y absolutamente encantador - y Henry - español, callado pero una compañía estupenda -, y empezamos a recorrer la octava avenida buscando un sitio donde tomar algo.
Primer local que nos encontramos. Luces de neón en el cristal. Mala señal.
Adele - ¿Entramos aquí?
Yo - Ehm... sí, supongo...
Entramos. El sitio no es tan malo en realidad; la barra está llena de gente pidiendo copas y hay sólo un par de mesas, que están vacías. Nos acomodamos en una.
Me siento en mi silla y noto que algo se me clava en esa zona inclasificable que está a medio camino entre el culo y la pierna. Es lo que tiene llevar vaqueros con tachuelas por detrás, que no puedes sentarte sin que parezca que te han puesto chinchetas en el asiento.
Pasan diez minutos y me levanto para ir al baño. Cuando vuelvo, la alemana está sentada en mi silla. La miro, me encojo de hombros y me siento en la suya.
Adele - Estoy aquí sentada porque ha habido una pelea mientras estabas en el baño.
Yo - ¿Ésos de la barra?
Adele - Sí. Sólo que en vez de pelearse en la barra han venido a pegarse encima de nuestra mesa.
Qué entrañable lugar.
Yo - ¿Y se os han metido encima? Qué gente...
Adele - Sí, estábamos aquí tan tranquilos cuando de rep... ¡AAAAUCH! - Adele se levanta de la silla y se frota el culo - ¡Hay algo en esta silla!
Pues igual no era una tachuela, fíjate.
Nos ponemos a analizar la silla. Está rota y tiene algo dentro, como si hubieran metido un alfiler a la fuerza. Ted pasa la mano por encima de la silla y dice que ahí no hay nada. Adele le aprieta la mano hasta que el pobre hombre lanza un grito y empieza a soltar improperios contra ella, que le mira con cara de indignación.
De pronto, la alemana pierde el interés en el asunto del alfiler y mira fijamente a la barra.
Adele - Mira. Ésa.
Miro a la barra.
Yo - Pues nada, si prostitutas hay en todas partes, mujer.
Comienza una encarnizada discusión acerca de si las neoyorkinas visten como si fueran a echarte un polvo por diez dólares o si aquello son realmente profesionales que se ganan la vida enrollándose con el personal. No llegamos a ninguna conclusión, excepto a la de que todos queremos largarnos de allí lo antes posible.
Ya en la puerta:
Adele - ¡¡Lo sieeeentooo!! ¡Siento haber propuesto este antro infame! ¡Qué asco! ¡Qué horror!
Yo - Nada, mujer, nos has dado una buena historia que contar.
Y de verdad que eso era lo que pensaba en aquel momento, pero ya de vuelta en España, al teléfono con Grass, la cosa dejó de parecerme tan divertida.
Grass - Pero... Key... ¿te has hecho pruebas?
Uy. Ay. ¿Pruebas? Eso suena como súper serio, ¿no?
Yo - ¿Pruebas? ¿Tú crees que debería?
Grass - Pues... te has clavado una aguja en un antro de Nueva York...
Detecto altos grados de preocupación en la voz de Grass.
Grass, cuya capacidad para expresar sentimientos compite con la de una lechuga.
Voy a morir.
¿Cómo no he pensado yo en lo de las pruebas? Seguro que tengo hepatitis A, B, C, y otros siete tipos que aun no se han descubierto... al menos contribuiré al progreso de la ciencia.
Yo - Pues... vale, sí, mañana voy al médico a ver qué me cuenta.
Y allí que me fui, a contarle la historia a un doctor muy majo que me miraba pensando claramente que en realidad me había tirado al primer toxicómano que me había encontrado debajo del puente.
Afortunadamente, las pruebas dieron negativo para todo (aunque vaya ratos más malos pasé a costa de este tema), pero mi concepto de los locales neoyorquinos ha quedado dañado irreparablemente.
p.d. Como añadido, mis padres no se han enterado de por qué me hice las pruebas. Si llegan a saberlo, pensarán toda la vida que me dedico a intercambiar agujas con mis amigos yonkis. Son así de desconfiados, ya veis.
jueves, noviembre 10, 2011
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